Un leve cosquilleo se sumergió desde la piel de Cintia hasta llegar a lo más hondo de su ser, provocándole un estremecimiento casi imperceptible. Conocía esa sensación, ya la había experimentado otras veces. Bueno, exactamente una sola vez. Y no había sido agradable. Con un nuevo escalofrío, se volvió para ver al causante de todo. Se sorprendió al ver a un muchacho alto y esbelto, pero en perfectas proporciones: ni muy delgado, ni lo contrario. Llevaba la frente medio tapada con mechones de cabello, el cual le caía hacia todos los lados corto y bien peinado, pero con cierta rebeldía. Algunos de ellos, color ceniza claro, le tapaban las orejas, y otros rozaban las mejillas que sustentaban sus ojos: unos ojos grises averdosados que vagaban con curiosidad pero sin prisa entre todo lo que les rodeaba.
En ese momento, el profesor de matemáticas anunció su presencia con un sencillo Buenos días , y todos se sentaron con suspiros de resignación. Solo quedaba un mes y medio de clase, y todos llevaban sobre sus hombros el peso de otras treinta y tantas semanas de estudios sin más vacaciones que los fines de semana y alguna que otra fiesta. Pero suele pasar cuando es el último año de instituto. Cintia imitó el suspiro de sus compañeros y tomó asiento. Irremediablemente, sus pensamientos tomaron el rumbo del chico que se sentaba un par de filas más adelante. O, mejor dicho, de los sentimientos que este había provocado en la joven. Cintia se llevó las yemas de los dedos a su antebrazo, justo donde le había rozado él. No le desagradaba la sensación, por el simple hecho de que a alguien no podía desagradarle el sonido de la brisa de verano o el ruido del oleaje del mar rompiendo suavemente en la playa; pero sentía un rechazo involuntario hacia ella, debido al eco de emociones pasadas muy similares y con consecuencias no demasiado agradables para ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario