Me desperté al escuchar algo diferente al monótono chapoteo de los remos que me llevaba acompañando desde hacía varias semanas. Me despejé en seguida, y le pregunté a mi madre con la mirada la razón de aquella inquietud en la embarcación, pero ella negó con la cabeza y me indicó que guardara silencio y me estuviera quieta. Lo segundo no resultó difícil, porque eramos veintisiete en una balsa para doce personas. Yo estaba en el centro de la barca, y mi poca altura debido a mi corta edad me impedía ver lo que ocurría fuera de ella. De pronto, como respondiendo a una orden silenciosa, todos enmudecieron. Movida por la curiosidad traté de ver por encima de los demás, pero me fue imposible. Agucé el oído, y capté un ruido lejano que mis oídos, habituados al silencio del desierto, no fueron capaces de identificar. Pero parecía... sí, como el sonido del agua que llevaba escuchando todos los días precedentes, pero más intenso y más agudo. Abrí mucho los ojos. Tierra. No me lo podía creer, habíamos llegado. Todos esos días en el mar habían servido para algo: estábamos por fin en nuestro nuevo hogar.
Me volví sonriente hacia mi madre, pero su serio semblante me indicó que algo no marchaba bien. Como respuesta a mis pensamientos, un sonido atronador me hizo caer sentada, y entonces todos comenzaron a moverse. La balsa giraba, pero no hacia tierra firme como yo había esperado, sino en dirección contraria. Hacia la soledad del mar, otra vez. Traté de protestar, pero la mirada de mi progenitora me lo impidió de nuevo. Tampoco hizo falta, porque las exclamaciones de las personas que me acompañaban lo hicieron por mí. Avanzábamos. No mar adentro como pretendían todos; avanzábamos hacia suelo firme. Una leve sacudida me hizo entender que habíamos llegado. Todos bajaron de la balsa y yo hice lo mismo, pero deseé no haberlo hecho. Unos hombres de tez extrañamente pálida nos apuntaban con unos armatostes negros que, a pesar de no saber qué eran, me hicieron quedarme quieta. De uno de ellos salió otra vez ese sonido, el mismo de antes, pero me las arreglé para mantenerme en pie esta vez. Los hombres se acercaron y hablaron en una lengua extraña. Algunos debieron entender lo que dijeron, porque cuatro personas abandonaron el grupo y trataron de huir. No llegaron muy lejos, ya que ese estruendo volvió a hacer acto de presencia y los cuatro se desplomaron en el suelo. Los hombres blancos se acercaron a nosotros y nos condujeron hasta un extraño aparato parecido a un pájaro, pero debía de estar estropeado, ya que tenía las alas inmóviles y un extraño ruido provenía de él. Nos subieron a todos y, en cuanto me senté, noté como si tiraran de mí hacia abajo, se me cortó la respiración, y los oídos me comenzaron a doler terriblemente. Me acurruqué en el asiento, y me consolé a mí misma diciéndome que nos llevaban a lo que sería nuestro nuevo hogar. Solo supe cuán equivocada estaba cuando las puertas de la avioneta (un nombre un tanto peculiar para un pájaro) se abrieron y el paisaje me resultó dolorosamente familiar. Nos volvimos todos a una hacia la avioneta, pero esta ya se había marchado. Esbocé una amarga sonrisa; en casa de nuevo.
Me volví sonriente hacia mi madre, pero su serio semblante me indicó que algo no marchaba bien. Como respuesta a mis pensamientos, un sonido atronador me hizo caer sentada, y entonces todos comenzaron a moverse. La balsa giraba, pero no hacia tierra firme como yo había esperado, sino en dirección contraria. Hacia la soledad del mar, otra vez. Traté de protestar, pero la mirada de mi progenitora me lo impidió de nuevo. Tampoco hizo falta, porque las exclamaciones de las personas que me acompañaban lo hicieron por mí. Avanzábamos. No mar adentro como pretendían todos; avanzábamos hacia suelo firme. Una leve sacudida me hizo entender que habíamos llegado. Todos bajaron de la balsa y yo hice lo mismo, pero deseé no haberlo hecho. Unos hombres de tez extrañamente pálida nos apuntaban con unos armatostes negros que, a pesar de no saber qué eran, me hicieron quedarme quieta. De uno de ellos salió otra vez ese sonido, el mismo de antes, pero me las arreglé para mantenerme en pie esta vez. Los hombres se acercaron y hablaron en una lengua extraña. Algunos debieron entender lo que dijeron, porque cuatro personas abandonaron el grupo y trataron de huir. No llegaron muy lejos, ya que ese estruendo volvió a hacer acto de presencia y los cuatro se desplomaron en el suelo. Los hombres blancos se acercaron a nosotros y nos condujeron hasta un extraño aparato parecido a un pájaro, pero debía de estar estropeado, ya que tenía las alas inmóviles y un extraño ruido provenía de él. Nos subieron a todos y, en cuanto me senté, noté como si tiraran de mí hacia abajo, se me cortó la respiración, y los oídos me comenzaron a doler terriblemente. Me acurruqué en el asiento, y me consolé a mí misma diciéndome que nos llevaban a lo que sería nuestro nuevo hogar. Solo supe cuán equivocada estaba cuando las puertas de la avioneta (un nombre un tanto peculiar para un pájaro) se abrieron y el paisaje me resultó dolorosamente familiar. Nos volvimos todos a una hacia la avioneta, pero esta ya se había marchado. Esbocé una amarga sonrisa; en casa de nuevo.
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