viernes, 23 de septiembre de 2011

Los libros


Ellos solo ven puntos. Diminutos puntos de tinta colocados de tal manera que forman un símbolo, también denominado letra. Saben pronunciar cada una de las veintisiete letras por las que está formado nuestro alfabeto. También conocen el procedimiento mediante el cual se unen las grafías ordenadamente, formando palabras, y estas, a su vez, formando oraciones. Son capaces de leer varias palabras seguidas, incluso pueden llegar a leer frases enteras. Pero les falta algo.
En cuanto tienen un libro entre las manos y abren la primera página escrita, les asalta un breve acceso de pánico. ¿Cómo es posible que a alguien le interese, mínimamente, el sentido de todas estas palabras? Y comienzan a descifrar el contenido del relato, pero solo frase por frase, sin llegar a unir dos de ellas para formar una idea.
Yo, no. Para mí, una oración no tiene sentido sin la siguiente, ni la que ocupa el número ochocientos cuarenta y siete. Cada una de ellas transmite algo: un olor, un sonido, incluso un sentimiento. No; hay que cohesionarlas de modo que los personajes cobren vida delante de tus ojos y, en ese momento, ya no ves las palabras delante tuyo, sino que ves a unos actores representando el papel para el que fueron creados. Unos actores que, al contrario que en las películas, tienen el cuerpo, la voz y los rasgos que se imagine cada lector.
Ahí está el disfrute de la lectura: esas personas te relatan su historia, a cambio de cobrar vida al mismo tiempo que alguien abra el libro, el cual almacena, a su vez, pequeños recuerdos de cada lector en cada página que ha leído.
Y eso, hay personas que no lo comprenden, no lo consiguen, o ambas cosas. Pero hay otras que sí lo hacen. A todas ellas es a quien va dirigido este relato.

martes, 6 de septiembre de 2011

El accidente


Totalmente desorientada, analizó la situación. Se encontraba encogida en el suelo, con parte del coche aprisionando su pie izquierdo y sin posibilidad de moverse para pedir ayuda. Los recuerdos la asaltaron: el coche, una curva peligrosa, ella misma ignorando deliberadamente la señal del límite de velocidad, el barranco, su inútil grito de auxilio... Enterró la cabeza entre las manos, derrotada, y lanzó una exclamación de dolor. Sangre. Su móvil estaba a apenas cinco centímetros de donde le alcanzaban las manos, por lo que la posibilidad de llamar quedaba vedada. Comenzaba a perder la conciencia. Le pesaban los párpados y el dolor comenzaba a remitir. Así que esto es lo que uno siente al morir, pensó. Es extraño, me lo imaginaba más doloroso. Aunque, claro, nunca lo había podido confirmar. Hasta ahora. En sus últimos segundos de lucidez, por pura intuición, lanzó un último y desesperado grito de socorro. Luego, todo se volvió negro.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El deseo


Con la mirada prendida en el cielo, no pudo evitar el suspiro que llevaba reteniendo todo el día. Nada le iba bien: había discutido con su hermana y con sus padres, y se había enfadado con su mejor amigo. Eso era todo lo que tenía en su vida, y no necesitaba más. Pero ahora... Se sentía desamparada, y no podía contarle a nadie sus problemas. Se tendió cuan larga era en la cálida arena de la orilla del mar, y dejó que un puñado se escurriera entre los dedos. De pronto, una estrella fugaz cruzó el firmamento. Era una débil esperanza, pero no iba a dejar pasar una oportunidad para arreglar las cosas. Cerró los ojos y musitó palabras que únicamente compartió con el viento. Al abrirlos de nuevo, aparentemente todo seguía igual. Nada había cambiado. Supongo que no pasaba nada por intentarlo, se dijo, supongo que no está mal creer en los milagros.